Son humanos. Igual que nosotros. Les gusta el rating. Igual que nosotros. Se pelean. Igual que nosotros. La diferencia es que ellos son “Progres”. Nosotros no.
Pero a la hora de la búsqueda del primer puesto, de ganar, de ser líder, todo vale. Como en los programas de la tarde, pero con un barniz más intelectual. Más literatura de sobaco, menos revistas de chimentos. Pero igualitos. En el mismo lodo, diría Discépolo. Esa es la sensación que queda en cada pelea mediática entre Diego Gvirtz, creador de TVR y Mario Pergolini. Dos exponentes de una generación rebelde que están entrando en una vejez burguesa. De cambiar la estrella roja por la estrella del Mercedes. De querer cambiar alguna vez el mundo, con conformarse hoy en apenas cambiar de canal.
Es extraño ver a Dieguito, hombre de bajo perfil, poniendo la cara en un tonto ping pong periodístico que él se encargaría de destruir en cualquiera de sus programas. Pero su ciclo más emblemático está perdiendo contra el de su enemigo hace un mes. Cada sábado, Televisión Registrada va dejando en el camino más y más público. Su oficialismo a ultranza dejó paso a la frivolidad impúdica. La misma que el productor detesta en la voz de su marioneta virtual con nombre de payaso de circo: el “Chavo”.
Critica los programas satélites de su insólito y nuevo amiguito Tinelli, cuando el ya trabaja de eso antes del lanzamiento del Sputnik. ¿O no es eso TVR y Duro de domar? Cartoneros de toda la televisión. Pero estamos en la hora de la derrota y como los mediáticos de los que él se ríe, el pelado recurre a los medios buscando el rating perdido.
Hasta se da el lujo de pegarle a Roberto Petinatto, tropa propia, tal vez porque el ex Sumo tiene vida más allá de Duro de Domar y se puede dar el lujo de pensar con libertad. Escuchen, bobalicones animadores de TVR, repetidores sumisos de cada uno de los guiones. Se mofan de la Tota y Fernanda Vives.
Pero si miran con detenimiento lo que sucedió el último sábado no hay muchas diferencias. Dieguito, el de los 5 mil pesos para cambiar de opinión, se dedicó a destrozar a su enemigo y al hombre que le moja la oreja cada fin de semana: Mario Pergolini. Editó, recortó y manipuló todo lo que pudo para sacarse de encima su evidente oficialismo y cargarle la mochila al conductor de CQC. Ellos no se gritan, no se pelean por un departamento en Ciudadela, no aparecen personajes que mueven a risa, ni novias ni amantes. Pero sus peleas no se diferencian en nada a los que desfilan cada tarde por Intrusos. Hablan un poquito mejor, pero apenas un poquito. Secundaria completa, en algunos casos. Una ideología que cambia con los tiempos que corren. Barniz que se descarara cuando la pelea por el rating mete las narices. Ahí se acaban las buenas costumbres y se convierten en lo que critican. Se tiran con todo. Con verdades y mentiras. Porque, aunque usted no lo crea, los Progres también son escandalosos. Hoy Diego Gvirtz es como la Tota Santillán. Busca su lugar, quiere dar lástima, pone la culpa propia en los demás y sabe que si no da la cara se le acaba el negocio. Habla de televisión extorsiva, precisamente el hombre que se fue de América en medio de uno de los operativos políticos más descarados y extorsivos de la historia de la tele.
Sólo basta recordar que el protagonista de su transfugueada mediática fue Mario Pontaquarto, sinónimo de corrupción en nuestro país. Pero, a diferencia del bailantero, el retirado fiscal de la tele no es muy querido. Ni dentro ni fuera de este negocio. Su negocio de ser el hombre que señalaba con su dedo el error y las contradicciones de los demás sufre la abstinencia del éxito y del reconocimiento de los Progres. Sufre, además, porque ahora tiene que alinearse con el grupo de la viudísima. Sufre porque sabe que en estos momentos es apenas un peón más en el inmenso juego televisivo donde Marcelo Tinelli es el Rey. Sufre y sale a gritarlo. Me quedo con la Tota, con Fernanda Vives y con toda la fauna de Bailando. Me quedo, obviamente, del lado de Mario Pergolini, quien aprendió que su imagen de rebelde es sólo para la gilada y que cuando hay que tirar la pelota afuera lo hace sin ponerse colorado. Ellos, por lo menos, saben que van al juego y no trabajan para la trascendencia histórica. Los Progres, en cambio, todo lo hacen con vergüenza, pero sufren de lo mismo: el síndrome de la derrota, del miedo a quedarse afuera, a que se descubra una verdad que se cae de madura. Como en aquel cuento, a Dieguito se lo ve desnudo y nadie se atreve a decírselo.